Los días pasan y, sin embargo, no puedo silenciar esa voz en mi cabeza. Es difícil explicar lo que un solo recuerdo ha hecho durante toda mi vida, pero a pesar de él, he conseguido muchas cosas, he tenido y tengo mis momentos de felicidad, y sé que voy a lograr eliminarlo alguna vez de mis pensamientos.

"Eres despreciable" era una de las frases que reemplazaban el beso de buenas noches. "Ni tu padre te quiso" era la que me merecía si derramaba un vaso de agua. Esas palabras destrozaron mi corazón cuando tan solo era una niña, y me resuenan de manera tal que afecta a mi autoestima y a mi seguridad en cada paso que doy. Pero hoy sucedió algo que me hizo ver todo desde otra óptica y que, presiento, dará comienzo a una etapa sin torturas emocionales, llena de esa tranquilidad interior que deseo desde que tengo memoria.
Llevé a mis niñas a la escuela como cada mañana, para luego ir al gimnasio a hacer mi rutina de entrenamientos que necesito para recuperarme de una hernia de disco, cuando recibí un mensaje en Instagram; era Andrés, una relación que tuve a mis veinte años, que siguió el patrón de maltratos con el que me había criado. Al leer las primeras letras sentí que me descomponía, pero pude llegar al final. Era largo, intenso, profundo… Pasaron ya veintidós años desde aquél tormento amoroso, y sin embargo, seguía sintiendo miedo. Era evidente que algo debía cambiar en mí para poder dejar atrás a mi niña herida y disfrutar de todos los esfuerzos que hice para convertirme en la mujer que soy hoy.
Este hombre, que me había dejado en el hospital en tres ocasiones, que me había robado hasta mi integridad, quería verme, según él, para disculparse y contarme lo que había pasado y hecho, durante todo este tiempo, para dejar de ser una persona violenta. Decidida a hacer todo lo posible por enfrentarme a uno de los períodos más dolorosos y turbios de mi pasado, y sanarme de una vez por todas, le contesté que sí.
Fui a su encuentro en la cafetería del hotel Arts. Ahí estaba, sentado, mirando su móvil, con un vaso de agua en la mesa y unas olivas. Su pelo ya no estaba largo ni ondulado, ni tampoco era castaño; el gris se había apoderado de su imagen, incluso de su aura. Me quedé paralizada en la entrada observándolo, preguntándome porqué había ido, criticándome por esa decisión, dudando de mí otra vez; pero entonces él me vio, se levantó y se acercó rápidamente a recibirme con un fuerte abrazo. Yo no podía moverme, tan solo podía llorar.
Me sequé las lágrimas y le dije que necesitaba ir al lavabo. Tomé aire, dejé de cuestionar mi presencia allí y volví con todas mis fuerzas. Le dije "te escucho"; y él comenzó a soltarme infinidad de historias sobre sus años de terapia, su arrepentimiento, su dolor, su soledad. Su objetivo también era dejar atrás el pasado y, para eso, debía perdonarse, lo cual requería pedirle disculpas a las personas que más dañó.
Mientras lo escuchaba, una sensación de plenitud crecía dentro de mí. No habían pasado ni diez minutos pero ya quería irme, no por miedo ni dolor, sino porque, en realidad, me había dado cuenta de que no necesitaba nada de lo que me estaba diciendo, simplemente ya no pertenecía a ese momento, y el hecho de tener contacto directo con el pasado me había hecho reaccionar y decir basta. Le agradecí sus intenciones y me fui.
Ya era la hora de recoger a mis hijas por la escuela, y al verme me dijeron: “Mamá, estás distinta” “Sí, estás más guapa” “Se te ve más descansada, ¿has dormido?”, y les respondí; Sí hijas, estuve dormida durante mucho tiempo, pero ahora estoy bien despierta, así que vamos a disfrutar de esta bonita tarde”.