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Rota, pero no deshecha

  • Foto del escritor: Bárbara Balbo
    Bárbara Balbo
  • 29 jun 2022
  • 3 Min. de lectura

Los días pasaban y, sin embargo, Bea no podía silenciar esa voz que insistía en resonar en su cabeza. Era difícil explicar lo que un solo recuerdo había hecho a lo largo de toda su vida, pero a pesar de ello había logrado muchas cosas: había tenido y seguía teniendo momentos de felicidad, y confiaba en que algún día lograría eliminar esa sombra de sus pensamientos.


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“Eres despreciable” era una de las frases que reemplazaban el beso de buenas noches. “Ni tu padre te quiso” era la que escuchaba si derramaba un vaso de agua. Esas palabras habían destrozado su corazón cuando todavía era una niña y continuaban afectando su autoestima y seguridad en cada paso que daba. Pero aquel día sucedió algo que le hizo ver todo desde otra perspectiva, y presintió que sería el inicio de una etapa sin torturas emocionales, llena de la tranquilidad interior que había buscado desde siempre.


Esa mañana, Bea llevó a sus hijos a la escuela como de costumbre y luego se dirigió al gimnasio para completar la rutina de ejercicios que necesitaba para recuperarse de una lesión en las piernas. Fue entonces cuando recibió un mensaje en Instagram. Era Andrés, una relación que había tenido a los dieciocho años y que, como muchas de las experiencias de su pasado, había estado marcada por el maltrato.


Al leer las primeras líneas sintió cómo se descomponía, pero logró llegar hasta el final del mensaje. Era largo, intenso, profundo… Pasaban ya veinte años desde aquel tormento amoroso y, sin embargo, seguía sintiendo miedo. Era evidente que algo debía cambiar en ella para dejar atrás a la niña herida y disfrutar plenamente de todo lo que había hecho para convertirse en la mujer que era hoy.


Aquel hombre, que en su momento la había dejado en el hospital en tres ocasiones y que le había robado hasta su integridad, decía querer verla, con la intención de disculparse y contarle cómo había cambiado durante todos esos años para dejar de ser violento. Decidida a enfrentar uno de los períodos más dolorosos de su pasado y a sanar de una vez por todas, Bea aceptó encontrarse con él.


Se dirigió a la cafetería del hotel Arts. Allí estaba él, sentado, revisando su móvil con un vaso de agua y unas olivas sobre la mesa. Su cabello ya no era largo ni castaño; el gris dominaba su imagen, incluso su aura. Bea se quedó paralizada al verlo desde la entrada, preguntándose por qué había ido, criticando su propia decisión y dudando de sí misma; pero entonces él la vio, se levantó y se acercó rápidamente para recibirla con un fuerte abrazo. Ella no podía moverse, solo pudo llorar.

Secándose las lágrimas, Bea pidió ir al lavabo. Tomó aire, dejando de cuestionar su presencia allí, y volvió con todas sus fuerzas. Le dijo: “Te escucho”, y él comenzó a relatarle infinidad de historias sobre sus años de terapia, su arrepentimiento, su dolor y su soledad. Su objetivo también era dejar atrás el pasado, y para lograrlo necesitaba perdonarse, lo que incluía pedir disculpas a quienes había dañado.


Mientras lo escuchaba, Bea sintió crecer una sensación de plenitud dentro de sí. No habían pasado ni diez minutos, pero ya deseaba irse, no por miedo ni dolor, sino porque comprendió que no necesitaba nada de lo que él estaba diciendo. Simplemente, ya no pertenecía a ese momento, y el contacto directo con el pasado le había permitido reaccionar y decir basta. Le agradeció sus intenciones y se marchó.


Era hora de recoger a sus hijos en la escuela, y al verla, ellos le dijeron: “Mamá, estás distinta”, “Sí, estás más guapa”, “Se te ve más descansada, ¿has dormido?”. Ella respondió: “Sí, estuve dormida durante mucho tiempo, pero ahora estoy bien despierta, así que vamos a disfrutar de esta bonita tarde”.

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