En una época en la que la ciencia y la tecnología avanzan a un ritmo sumamente acelerado, las neurociencias han comenzado a desempeñar un papel cada vez más importante en el área educativa, coincidiendo en muchos aspectos con los métodos utilizados por aquellos profesores y profesoras que siempre se mostraron “más amables y más pacientes”. Sin embargo, a pesar de las evidencias que respaldan la eficacia de las estrategias educativas basadas en las neurociencias, existe una resistencia notable por parte de un número de profesionales del sector para adoptar estos enfoques, lo cual puede atribuirse a varios factores.
Por un lado, es sabido que la educación y la política están intrínsecamente vinculadas, ya que las medidas gubernamentales a menudo influyen en el sistema educativo. Pero no siempre se trata de la ideología de los gobiernos, sino también de la que sostenga cada profesional, en base a las cuales puede negarse a cualquier sugerencia, aunque deriven de investigaciones científicas sobre el asunto. Esto deja en manos de criterios puramente personales, decisiones cruciales que pueden afectar de forma negativa la salud mental y emocional de infantes y jóvenes, o mejor dicho, de nuestra sociedad en general, porque estos padecimientos no solo impactan de manera individual, sino que se transfieren a todo nuestro entorno.
Sin embargo, las recomendaciones de la ciencia en este sector, el cual podemos considerar dentro del área de salud emocional, no se incorporan rigurosamente en los sistemas de salud como sucede con todo lo referente a las consideradas patologías físicas. ¿Tendrá algo que ver el hecho de que este cambio no representa un negocio para los grandes lobbies y que, además, requiere de una importante inversión del Estado?
De todos modos, actualmente disponemos de infinidad de pruebas y estudios científicos que avalan la necesidad de cambios en ciertos métodos pedagógicos, comenzando por algo tan sencillo como la forma en que el profesorado se relaciona con el alumnado. Aún así, la ridiculización, el castigo colectivo, el exceso de deberes extraescolares y el abuso de autoridad, siguen estando en las aulas, y si nos atrevemos a reclamar frente a ello, nos acusan de sobreproteger a nuestras hijas e hijos, y de estar promoviendo la “generación de cristal” que nada soporta y a la que todo le afecta. No obstante, estas acciones, además de ser un ejemplo de cómo puede comportarse una persona con un mínimo de poder (conducta popularmente conocida como bullying), provocan efectos emocionales negativos comprobados, como cambios en el comportamiento, presentando más agresividad, ira o hiperactividad, así como un menor rendimiento académico, llegando en muchos casos al abandono si se suma un contexto personal y familiar complejo y delicado. En estos casos puede aparecer depresión, ansiedad y pérdida de autoestima, hiperactividad, hipoactividad y abstinencia social. Pero, claro, esto sí que puede interesar al negocio de la salud porque representa un beneficio económico importante para el mercado farmacéutico, debido a que, en muchas ocasiones, se recetan medicamentos para tratar estos síntomas a personas que, quizás, lo único que necesitan es un entorno diferente.
En cualquier caso, la necesidad de reafirmar la autoridad de manera hostil, no surge como una respuesta a las personas “demasiado sensibles” o a una generación “más débil”; en realidad, lo que evidencia es una gran fragilidad y falta de capacidad para solucionar las propias carencias emocionales de las generaciones anteriores que, en primer lugar, ni han tenido la habilidad de reforzar su autoestima de otra manera que no sea hostigando, y que, por otra parte, aún con fundamento científico, no muestran flexibilidad ni humildad para adoptar metodologías innovadores; lo cual es lamentable al tratarse de gente adulta con la responsabilidad de transmitir conocimiento a quienes, supuestamente, se debería motivar, inspirar, proteger, y preparar para un futuro mejor.
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