Posesión
- Bárbara Balbo
- 15 oct 2023
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 3 abr
Laura había sucumbido a los encantos de Juan. Seis meses de noviazgo habían transcurrido cuando ocurrió algo que, por mucho tiempo, ella asumiría como un hecho paranormal.

Aquel viernes, Laura pasó el día entero dando clases de gimnasia. Estaba exhausta. Cuando Juan la invitó a una fiesta, ella declinó con suavidad, explicándole que solo quería descansar. Pero él reaccionó mal. Primero insistió, luego se tornó distante. Al preguntarle si estaba enojado, Juan lo negó fríamente y cortó la llamada sin despedirse. Esa noche, Laura intentó comunicarse con él varias veces. No obtuvo respuesta. Preocupada, dejó mensajes en su buzón de voz hasta que el sueño la venció.
El timbre sonó estridente a las cuatro de la madrugada. Se despertó con un sobresalto. Miró el visor: era Juan. Aunque su reacción había sido extraña, Laura sintió alivio y abrió la puerta con una sonrisa, sin saber que estaba a punto de enfrentarse al horror.
Apenas cruzó el umbral, Juan irrumpió en la casa como un vendaval. Con pasos firmes y mirada perdida, comenzó a hurgar en cada rincón, revisando cajones, empujando muebles, esparciendo objetos con violencia. Laura lo observaba, aterrada.
—¿Qué estás haciendo? ¿Qué buscas? —preguntó con voz temblorosa, pero Juan no respondió. Su expresión era la de un depredador acechando a su presa.
De pronto, en el fondo de un armario, encontró una caja. La abrió con furia. Dentro, fotografías de su hermana, de sus amigas… y una de su exnovio. Juan se volteó. Su rostro se deformó en una máscara de rabia. Sus ojos parecieron teñirse de rojo.
—¡Puta! —rugió con una voz que no parecía humana. Antes de que Laura pudiera reaccionar, él la agarró del cabello y la arrastró por el suelo, golpeando su cuerpo contra los muebles, desgarrando su piel con la alfombra. Cada patada, cada insulto, cada golpe la reducía a un ser indefenso, acurrucado como un animal herido. Creyó que iba a morir.
Pero la tormenta se detuvo. Juan jadeaba. Se alejó unos pasos y, entre sollozos, la miró fijamente. Su semblante era el de un niño desorientado.
—¿Por qué me engañaste? —gimió.
Laura, con la voz entrecortada, intentando pensar en una vía de escape, susurró:
—No te engañé…
Él pareció dudar, pero entonces, como si una sombra oscura lo poseyera nuevamente, sus ojos recuperaron el brillo siniestro y agarró un cuadro de cristal de la mesa. Sin mediar palabra, lo estrelló contra la cabeza de Laura. La sangre caliente resbaló por su rostro. Su visión se nubló.
—Voy a quitarte la belleza con la que me hipnotizaste —escupió Juan, enchufando una plancha.
Laura vio su reflejo en un espejo roto. Sus labios temblaban. Su cuerpo apenas le respondía. Pero el instinto de supervivencia rugió en su interior. En un movimiento impulsado por el terror y la desesperación, se levantó de golpe y corrió hacia la puerta. Juan intentó alcanzarla, pero la plancha enredada en el cable le hizo perder segundos valiosos. Laura aprovechó, esquivó su embestida, agarró su brazo con una fuerza que jamás creyó poseer y, en un giro inesperado, lo arrojó al suelo con un impacto seco.
Sin mirar atrás, salió a la calle, descalza, sangrando, gritando en la oscuridad. Golpeó la puerta de su vecina Alejandra, quien al abrir quedó paralizada por el horror. Laura sollozaba incoherencias, balbuceaba sobre demonios y posesiones.
Alejandra la sostuvo entre sus brazos y llamó a la policía. Tardaron cuarenta minutos en llegar. Para entonces, Juan ya no estaba.
Al tomar su declaración, los oficiales apenas disimulaban sus sonrisas incrédulas. La burla pintaba sus rostros mientras la escuchaban con desgano. Uno de ellos le ordenó ir a la comisaría a formalizar la denuncia, ignorando por completo su estado de shock. Alejandra suplicó que llamaran a un especialista, pero los agentes se rieron.
—Convéncela tú. Nosotros tenemos cosas más importantes que hacer —dijo uno con tono mordaz antes de marcharse.
Finalmente, Alejandra la llevó a un hospital. Allí, una doctora con verdadera empatía la atendió. Después de limpiar sus heridas y administrarle un calmante, tomó el teléfono y llamó personalmente a la policía.
—Si no vienen a tomar su declaración aquí mismo, me encargaré de que sus superiores se enteren de su negligencia —advirtió con una firmeza inquebrantable.
Unas horas después, la madre de Laura llegó al hospital. Mirta, quien había sufrido años de maltratos por parte del padre de su hija, la abrazó en silencio. No había palabras para sanar el trauma, pero su calor, su presencia, eran un refugio en medio de la pesadilla.
Laura cerró los ojos. Su cuerpo temblaba. Sabía que jamás olvidaría esa noche. Porque aunque las heridas sanarían, el recuerdo de Juan siempre regresaría… como cien navajas clavándose en su corazón.
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